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“Autoritarismo líquido”: un nuevo desafío para la justicia transicional

En la Edad Contemporánea, en el tiempo del Estado subordinado a la ley, cuando la democracia se ve amenazada o derribada, el régimen autoritario que toma su lugar lo hace con la ayuda del derecho.

En la Edad Contemporánea, en el tiempo del Estado subordinado a la ley, cuando la democracia se ve amenazada o derribada, el régimen autoritario que toma su lugar lo hace con la ayuda del derecho. El autoritarismo necesita una forma jurídico-política para ascender – si no lo ha hecho por un golpe – y para mantenerse; por lo tanto, el derecho siempre es necesario. Es una falsa imagen la idea de subyugación del derecho a la voluntad política arbitraria. Lo que tiene lugar es una aproximación, una relación de confianza y mutuo apoyo que gradualmente se elabora hasta que el derecho se torna un fuerte aliado que, en una “servidumbre voluntaria” (una idea política de Étienne de La Boétie del siglo XVI), proporciona discursos que pretenden dar legitimidad a las acciones tiránicas.   

Sin embargo, hay alguna cosa que ha cambiado significativamente a partir de este milenio: los regímenes autoritarios pasaron a contar mucho más intensamente con el derecho como aliado. En este punto me gustaría esclarecer que por derecho me refiero tanto a los actos del poder ejecutivo como a las leyes y también a las sentencias del poder judicial y dictámenes del ministerio público, y extiendo el concepto a toda la “comunidad jurídica”: la enseñanza del derecho en las universidades, las manifestaciones de juristas en la prensa, las declaraciones de las asociaciones de jueces, abogados, fiscales y otros. 

En la primera mitad del siglo XX surgieron dos especies distintas de regímenes autoritarios: los totalitarismos y las dictaduras. De los primeros son ejemplos los regímenes nazifascistas y sus pretensiones de crear un “hombre nuevo” y un “mundo perfecto” y tienen como características históricas: a) “Todo en el Estado, nada contra el Estado, nada fuera del Estado” – el lema del dictador Benito Mussolini; b) el romanticismo: idealización de un pasado místico; c) el terror y miedo como forma de control social; d) el uso de fuerzas paramilitares; e) un partido único; f) el culto al líder. Ya las dictaduras no tenían ese ideal totalizante; sin embargo, igualmente han herido de muerte a las democracias, y por supuesto que, más allá de las dictaduras europeas, deben ser recordadas las que se esparcirán por América Latina en las décadas siguientes.

Foto histórica de Benito Mussolini, sin registro de autor.

Las dos especies, totalitarismos y dictaduras, contaron con el derecho como aliado, pero con una participación más modesta: su papel es el de un simple instrumento de la violencia de Estado. Sin embargo, desde el inicio del siglo XXI ha surgido una nueva modalidad de régimen autoritario que reúne tres características distintivas: 

a) Es fantasmagórico: porque el autoritarismo es un proceso en constante construcción y no tiene una fecha que simbolice su comienzo. No hay uniformes, insignias ni frases de saludo a los líderes. Doy como ejemplo al presidente Nayib Bukele de El Salvador: en abril de 2020 mantuvo encerradas en “centros de contención” a personas de las cuales el gobierno sospechaba que habían contraído COVID-19 y se rehusó a cumplir órdenes de libertad de la Corte de Justicia; en febrero de 2021 ingresó a la Asamblea Legislativa acompañado del ejército con el claro propósito de intimidar a los legisladores; en mayo de 2021 cinco jueces del Tribunal Supremo que juzgaban al gobierno fueran exonerados de sus cargos. ¿En qué fecha empezó el autoritarismo en El Salvador? No se puede precisar. Como dice el profesor Pedro Serrano, de la Pontificia Universidad Católica de São Paulo, en nuestro tiempo vivimos un “autoritarismo líquido”.    

b) Es disimulado: porque esconde su carácter autoritario. Por el contrario, hace uso frecuente de la palabra “democracia” y de los derechos fundamentales como vida, libertad e igualdad, para hostigar estos mismos valores. Son ejemplos Hungría y Polonia y tantas medidas legislativas contra la libertad de expresión.

c) Es fragmentado: porque no se presenta por entero, no pretende ser totalitario, sino que debilita los diversos ámbitos de la vida democrática con ataques de intensidades distintas e intermitentes. Hay una circularidad de atentados: ora contra la prensa; después al Poder Judicial si este se opone; más adelante, contra la educación y la cultura; a continuación, al medio ambiente, etc., y entonces se vuelve a atentar contra los primeros enemigos. A cada vuelta el círculo se cierra un poco más. Es por esa característica que sugiero llamar a la nueva forma político-jurídica del “autoritarismo líquido” estados de excepción. Uso el plural, estados, porque los asaltos contra la democracia son fragmentados. Brasil es un trágico ejemplo. Hay una alternancia de los “enemigos” elegidos por el presidente Bolsonaro: ora es la prensa, ora la educación (bajo una mirada homofóbica y sexista), ora la cultura (con desprecio por el pasado esclavista y el presente racista, y otros temas más), ora el medio ambiente, ora el Poder Judicial y otras instituciones, públicas o privadas, valores constitucionales (como la pluralidad, la diversidad y la paz), personas vivas y muertas (como el educador internacionalmente reconocido Paulo Freire). Cada semana hay un nuevo enemigo a ser combatido. No importa quién o lo que se confronta. Lo importante, para los estados de excepción, es tener enemigos. Golpearlos con alternancia, circularidad. Lo que parece una fragilidad del autoritarismo líquido es, en realidad, su estrategia: la fragmentación de los ataques a cada vuelta del círculo de amenazas contra enemigos distintos hace que el cerco autoritario contra la democracia se cierre cada vez más.

7 de septiembre de 2021. Bolsonaro incita contra el Tribunal Supremo Federal durante un acto en Brasilia. Foto: br.noticias.yahoo.com.

El autoritarismo líquido es una forma de burlar los ideales democráticos de la justicia transicional. En general, hay cuatro ideas principales en torno de la justicia transicional: el derecho a la reparación (indemnizaciones individuales y colectivas para quienes fueron perseguidos políticamente); el derecho a la memoria (políticas de esclarecimiento de los actos estatales de violencia y homenajes a los perseguidos políticos, por ejemplo); el derecho a la verdad (acceso a las informaciones de los archivos del Estado acerca de la represión o por medio de comisiones que investigan la verdad de los hechos) y el derecho a la justicia (investigación y responsabilidad de los agentes públicos que cometieron violaciones a los derechos humanos). Muchos países no tuvieron una justicia transicional efectiva (es el caso del Brasil, único país en América Latina sin ninguna responsabilización de los agentes públicos que torturaron y mataron, o mandaron hacerlo, a los opositores del gobierno). Incluso donde hubo justicia transicional, el autoritarismo líquido que actúa en una forma jurídico-política de estados de excepción dificulta entender que existen serias amenazas a la democracia porque la prensa ejerce su oficio sin la censura tradicional (se utilizan otros medios de presión) y las asambleas legislativas y los tribunales continúan formalmente en funcionamiento (el objetivo es capturar su independencia). No obstante, la memoria es gradualmente borrada y la verdad, corrompida, pues, por supuesto, como ocurre en la novela distópica de George Orwell, “Quien controla el pasado controla el futuro; quien controla el presente controla el pasado”.           

Es urgente darnos cuenta de esa nueva modalidad de régimen autoritario, el autoritarismo líquido y su original forma jurídico-política, los estados de excepción, para que sea posible efectivamente oponerles resistencia y preservar la democracia.

Luis Manuel Fonseca Pires

Juez de Derecho del Estado de São Paulo. Profesor de Derecho Administrativo en la Pontificia Universidad Católica de São Paulo (PUC-SP). Autor de “Estados de exceção. A usurpação da soberania popular”, Ed. Contracorrente, 2021.